Rosalía ni siquiera había nacido cuando se estrenó Deprisa deprisa. Sin embargo, como cada una de sus medidas ac[tua]ciones, su versión casi mística en la ceremonia de entrega de los Premios Goya de una de las canciones de Los Chunguitos incluidas en la banda sonora de la película no tarda en ser aupada, por algunos, a la categoría de acontecimiento. De repente y como por arte de magia o milagro, para todo el mundo se eleva a lo trascendente no sólo el Caño Roto Sound y todo lo que lo rodea sino el conjunto del cine quinqui de los primeros ochenta, del multipremiado de Carlos Saura al popular de Eloy de la Iglesia en Madrid y el País Vasco (Navajeros, Colegas, El pico …) y de José Antonio de la Loma en Barcelona (Perros callejeros, las series de “el Torete” y la hagiográfica de “el Vaquilla”).
Como consecuencia se está produciendo una especie de recuerdo menos nostálgico que trascendente, en lo musical y cinematográfico, de lo suburbial de aquellos años de la llamada transición. Como recuerdo trascendente, el ambiente de aquellos años se eleva a la consideración de mítico; los personajes, jóvenes delincuentes, son izados a la categoría de héroes, y su deambular por polígonos y descampados de las periferias urbanas a la categoría de cuento de hadas posmoderno y, como tal, irónico y desprovisto de maniqueísmo, no un combate entre el bien y el mal, sino historia de iniciación y aprendizaje, resuelta la mayor parte de las veces de manera trágica.
La escena trágica del cine quinqui, por el contrario, apenas despierta nostalgia y es aún menos mitificada, pese a resultar absolutamente inseparable de su tiempo. Los primeros ayuntamientos democráticos salidos de las elecciones municipales de 1979 se enfrentan, en la mayor parte de las grandes ciudades españolas a la tarea de transformar unas periferias heredadas en su mayor parte diagnosticadas como indeseables. El llamado cine quinqui es el documento audiovisual de aquellos espacios suburbiales, resultado de la sistemática producción de ciudad por polígonos a lo largo de las tres décadas precedentes y la difícil costura de los mismos, dando lugar a múltiples vacíos descampados. No es exclusivamente un caso español. Con pocos años de decalaje, muchos de los polígonos de las periferias españolas son intercambiables por sus equivalentes europeos, en Gran Bretaña, en Francia, en Italia …
En mi recuerdo, que además se mezcla y contextualiza con películas mucho más experimentales y en formatos diversos como, por ejemplo, las de Derek Jarman en la Gran Bretaña de Thatcher, los jóvenes deambulan de manera cotidiana durante el día por intercambiables barrios residenciales, pura ortodoxia moderna estilo internacional, para en el crepúsculo pasar a vivir lo extraordinario en los intersticios descampados, en torno a La Mina, en torno a Caño Roto, en cualquiera de nuestros barrios periféricos. Para muchos de nosotros, los polígonos representan en cierta manera la disciplina, el diseño al servicio de la domesticación, la materialización de la orientación conductista, mientras los descampados representaban la libertad, la sorpresa, la aventura y el peligro. Por tanto, los descampados representan el horror vacui, la pesadilla y el fracaso del gobierno y la planificación urbana.
Los descampados son espacios residuales; ni campo, desprovistos de su potencial agrario, ni ciudad, aún no significados de contenido urbanístico. Esta condición es lo que los dota de misterio e incertidumbre, de apertura a futuros divergentes, en último término de oportunidad. Los descampados han sido, mal que pese a muchos, los espacios de aprendizaje de generaciones de jóvenes: los espacios de encuentro con los diferentes, los espacios del riesgo inherente a cualquier proceso de aprendizaje, que no de adoctrinamiento. Y al mismo tiempo han sido, como construcción social, los espacios de corrección de los fracasos y carencias de la planificación convencional, soporte de equipamientos improvisados, de actividades informales pero necesarias, síntoma y solución a las propias limitaciones de la toma de decisión vertical.
La gobernanza municipal puede simplemente actuar dejando que estos espacios desaparezcan urbanizados e incorporados al proceso mercantil inherente al desarrollo urbano, o de manera inteligente detectar, con acierto, el potencial de estos vacíos urbanos, en su vacuidad la oportunidad de orientar o acompañar procesos desarrollados desde la libertad de elección.
Hace unos años, en un curso en Alicante, una madre me manifestaba que ella no dejaría jugar a sus hijos en descampados, por miedo a los múltiples peligros grabados en el imaginario de los que tienen hijos: delincuencia, drogas, contagios, accidentes … Siendo de mi generación, reconocía de inmediato que ella, como todos nosotros, sí había buscado estos lugares a espaldas de los deseos de sus padres, y el valor que aquella transgresión habían supuesto en la formación de su personalidad. Pero ahora estaba dispuesta a privar a sus hijos de la experiencia de cuya oportunidad ella sí disfrutó en favor de una sobrevalorada seguridad.
Desde los años ochenta los descampados van desapareciendo de nuestras periferias, cuando son no sólo inherentes a las mismas sino necesarios. Cuando urbanicemos el último habremos completado el proyecto urbano total, y sin duda perdido el último reducto de libertad. En una última referencia musical, en Akron, Ohio, la ciudad de los neumáticos, afectada en los setenta y ochenta por el declive de la industria del automóvil en todo el Rust Belt, cinturón de ciudades de industrias abandonadas y proliferación de descampados, otros jóvenes contemporáneos de Los Chunguitos cantaban sobre los procesos en marcha alertando no sin ironía sobre la falta de libertad que conlleva a la De-EVOlución, y pidiendo hacer uso de la misma, “in the Land of the Free, use your freedom of choice”; reivindicando la necesidad de espacios para tal ejercicio, reivindicando el valor de los descampados urbanos.