Según una definición clásica de Sjoberg, la ciudad es una “comunidad de considerable magnitud y de elevada densidad de población que alberga en su seno una gran diversidad de trabajadores especializados no agrícolas amén de una élite cultural”. Se use esta conceptualización u otra (hay muchas para un objeto tan poco abarcable como la ciudad), todas ellas insisten en la diversidad, la variedad, en definitiva, en la complejidad, como una de sus características diferenciadoras. Es más, es éste el elemento que permite la gran aportación de las ciudades: su capacidad como polo de innovación y conocimiento, la existencia de esa “élite cultural” que en el mundo antiguo se enclaustraba en las ciudadelas del poder pero que cada vez más se ha ido haciendo más difusa. La ciudad, abierta, libre, frente a la ciudadela. La complejidad permite un flujo de información rápido que es caldo de cultivo de la innovación. Y que sólo parcialmente puede ser reemplazado por las redes tecnológicas. En las grandes sedes corporativas, las nuevas ciudadelas de esta época, que están proliferando extraordinariamente sobre todo en el ámbito anglosajón, han “descubierto” que la existencia de una cafetería puede mejorar la productividad. El contacto cara a cara es insustituible.
Sin embargo, la tendencia actual es hacia la eliminación de esa complejidad. Procesos como la gentrificación o la turistificación, tristemente populares estos días, nos hablan de la sustitución de amplios sectores de la sociedad, los mas vulnerables, por otros de mayor poder adquisitivo, sean residentes permanentes o visitantes. Y ello conlleva también la desaparición de actividades, desde algunas que podríamos considerar servicios básicos, como la alimentación de proximidad, a otras permanentemente olvidadas como la pequeña manufactura urbana, también muchas veces ligada a la innovación. La ciudad se convierte así en un gran parque temático, un escenario fabuloso, pero realmente vacío de contenido, lleno de bares y tiendas de souvenirs que podrían estar en cualquier otro lugar del mundo. Manhattan, avisaba M. Sorkin hace ya unos años, va camino de convertirse en la comunidad cerrada mas grande del mundo.
El papel de las denominadas “clases creativas” es sintomático. Avanzadilla de los procesos de gentrificación, fueron ensalzadas por R. Florida y tomadas como indicador de innovación y motores de la regeneración (y casi panacea para concejales en busca de autor). Sin embargo, el mismo Florida se ha desdicho ante la evidencia de que esas mismas clases son rápidamente desplazadas (al menos esa pequeña burguesía intelectual, como las llama J.P. Garnier, que no acaba integrada en las élites)
Ante esta deriva, es entendible la popularización de otro concepto del acervo urbanístico, el del derecho a la ciudad de H. Lefevbre, que ha sido tomado como estandarte por los movimientos políticos locales, que son los que hacen frente a la marea creciente de desigualdad urbana, con escasos medios frente a fenómenos y actores globales. Como ocurre con la gentrificación, con la popularización del término del derecho a la ciudad se ha producido una cierta banalización. Todo es gentrificación, todo es derecho a la ciudad. Si es el precio que tenemos que pagar desde la academia para que se erijan en mitos movilizadores, no es caro. Sobre todo, si ese mito es compartido.
Para defenderse, las ciudades, además de reclamar a sus estados y regiones más competencias, se están organizando en red. La lucha desigual de Barcelona contra la turistificación y su gran golem, AirBnB, está más equilibrada si a su lado están Madrid, Amsterdam, Londres o San Francisco. En otro ámbito, como es el del cambio climático, la red de ciudades C40 se está conformando como actor (lobby, si se quiere) emergente a nivel global. Tampoco es casual que más de la mitad de las ciudades del C40 estén lideradas por mujeres (entre ellas Manuela Carmena y Ada Colau, pero también Anne Hidalgo en Paris, Cristina Raggi en Roma o ahora Claudia Scheinbaum en Mexico o London Breed en San Francisco, que pueden ser más si a final de octubre la antigua jefa de planeamiento de la ciudad, Jen Keesmaat, gana en Toronto). El liderazgo femenino es un catalizador de ese trabajo en red, y su compromiso resalta por defender, en última instancia, frente a lógicas competitivas y obras faraónicas, el cuidado del medioambiente y unas mejores condiciones de vida, tangibles, materiales, de la vida cotidiana, para todos y todas.
En 2007, la población urbana sobrepasó el 50% del total mundial (según datos del Banco Mundial). El nuevo siglo, urbano casi de nacimiento, afronta retos que sólo se entienden plenamente y se pueden gobernar desde las ciudades. Entre ellos, el derecho a la vivienda, tan débil en España (ya hablaremos de ello en profundidad), sin el cual no hay posibilidad de derecho a la ciudad o defensa ante la gentrificación. Esos derechos exigen Derecho, con mayúsculas. Demos herramientas a las ciudades para afrontar los desafíos del siglo XXI. Desde esta columna, modesta pero apasionadamente, haremos lo que podamos por contribuir a esa batalla.