Si el tema urbanístico de la Segunda Modernidad (considerando ésta un periodo aproximado entre la Comuna de París y el desmontaje de los regímenes comunistas afínales de los pasados ochenta) ha sido la organización de la ciudad del trabajo, con sus teorías, experimentos, cánones, conflictos y utopías, la cuestión urbana contemporánea parece centrarse en la seguridad, con sus muchas formas y variaciones.
Desde las obras de Robert Owen, François Fourier y Ernst Bloch, pasando por Ebenezer Howard, les Congrèsses Internationaux d’Architecture Moderne y por Walter Gropius, hasta llegar a las reflexiones quizás ya extemporáneas de Bruno Trentin en La città del lavoro, un siglo y medio de filósofos, sociólogos y arquitectos se han enfrentado de forma productiva a la cuestión de las relaciones entre ciudad y trabajo.
A pesar de las intenciones, muchas de estas experiencias se han demostrado cargadas de problemas por su incapacidad de pensar la ciudad de manera compleja, considerando la cuestión de la planificación espacial sobre todo desde un punto de vista laboral y privado, olvidando el nivel asociativo y la ciudad social. Muchos barrios ordenados con una visión de servicio tanto al trabajador como a la producción, a pesar de diseñarse como utopías concretas, se convirtieron en agujeros de donde quien pudo huyó: desde Molenbeek hasta Marghera, desde Saint Denis en la Banlieue hasta la periferia de Bristol, y en muchos otros ejemplos en toda Europa la planificación moderna creó multitud de zonas desagradables y poco seguras. Esta percepción de seguridad hizo desplazarse a quien podía desde un barrio al otro, produciendo con esta movilidad una mayor desigualdad, por lo que también ha crecido gradualmente su importancia en el relato político.
En el 1986, reconociendo entre los primeros esta tendencia socio-política, Ulrich Beck empezó a hablar de sociedad del riesgo. Con este concepto describía la cognición de lo efímero de nuestra vida cotidiana, lo que se ha convertido cada vez más en el argumento retórico dominante sobre el que se plantean las elecciones políticas en nuestra sociedad, y, por lo tanto, nuestra dimensión urbana: «El riesgo representa el modelo de percepción y pensamiento de la dinámica movilizadora de una sociedad que se enfrenta con la apertura, las inseguridades y los bloqueos de un futuro autoproducido». (Beck, 2008)
A pesar de ser probablemente el sitio más seguro en la historia humana, con el desarrollo de esta tendencia la ciudad occidental habla hoy de sí misma, en los relatos políticos, en los discursos diarios y en los medios de comunicación, como el lugar de la inseguridad. La percepción generalizada de esta inseguridad ha alcanzado niveles significativos, y, hoy en día, a pesar de los datos en contra, la ciudad occidental se percibe como el lugar de la catástrofe inminente.
Contemporáneamente, fortaleciendo esta concepción, el cambio climático nos pone en la necesidad de replantear a fundo nuestro espacios urbanos y territoriales, en cada escala. Las formas urbanas modernas, tanto físicas como organizativas, llegando hasta la definición de la propiedad privada, nos están poniendo en situación, esto y ahora sí, de grave peligro y de profunda inseguridad.
El error más profundo, en esta situación de inseguridad percibida por algunos como de raíz social, por otros de raíz climática, sería pensar en educar y planear la ciudad de la seguridad tal y como se hizo la ciudad del trabajo. Sustituir un monocultivo urbano, que nos llevó a abandonar la complejidad, quizás desconocida formalmente pero entendida y respetada en los desarrollos urbanos que precedieron la Segunda Modernidad, con otro monocultivo, no puede más que llevarnos a mares desconocidos, a las garras de efectos que desde aquí no podemos ni predecir.
Esto no significa dejar a lado la cuestión urbana de la seguridad, ni mucho menos contestar políticamente la ausencia de riesgos concretos por nuestras ciudades. La evidencia de los efectos climáticos es ya tan evidente que sólo un estafador o un loco negarían el hecho, y, desde el punto de vista social, es preciso que se tenga que contestar al relato de la inseguridad con propuestas y soluciones alternativas a la segregación antes que negar el discurso.
Si hace falta enfrentarse al tema desde un punto de vista urbano, sin perderse en una teoría de la ciudad segura, o resiliente, necesitamos volver a una visión más humanística, compleja, de la producción del espacio.
Hace casi 60 años, en el año de su desaparición, el urbanista, politico y empresario italiano Adriano Olivetti publicaba La città dell’uomo, una colección de sus discursos y escritos alrededor la ciudad y su planeamiento. En éstos encontramos una idea, la misma que el intentó realizar en sus fábricas, de la valorización del ser humano sobre y no obstante el trabajo, orientada a la satisfacción personal, social y cultural de la persona antes que del trabajador.
«Hoy a menudo tenemos que afrontar una elección dolorosa entre lo útil y lo hermoso, entre ejecución rápida y larga preparación, entre centralización y descentralización, entre autoridad y libertad. Estamos en una situación en que estas antinomias, en lugar de reconciliarse, se proyectan todavía como alternativas, que nos traen ecos de esos ideales de belleza y armonía que podrían ser fundamentos de una autentica civilidad» (Olivetti, 1960). Precisando su idea desde el punto de vista urbanístico, Olivetti afirma que el trabajo del urbanista no puede prescindir del desarrollo de un corazón capaz de proporcionar humanidad a una ciudad que se convierta en hogar de la colectividad: «Nuestro urbanista sabe que los barrios no vivirán si en ellos no se ha dibujado un corazón, y que este corazón no podrá funcionar si se presenta privado de alma, capaz de dar al barrio una luz propia, haciendo de ello una célula libre de la nueva ciudad». Olivetti propone esta visión creativa del urbanista lejana del urbanista deus ex machina de la ciudad del trabajo, encargado de desarrollar completamente un mundo para el trabajo y laproducción. Su ideal de producción urbana «no tiene que proponer metas prefijadas porque el urbanista tiene el deber de ayudar la Comunidad a darse un propósito y una colectividad, de la cual tiene que ser interprete».
Llegando desde un punto de vista diferente, defendiendo la necesidad de un trabajo integral de planificación del riesgo, sobrepasando una visión de ello como tema autónomo, Dan Lewis y Jaana Mioch, en su Vulnerabilidad urbana y buen gobierno, afirman que: «El desarrollo de la comunidad y la reducción de la vulnerabilidad son dos aspectos del mismo proceso … Por lo tanto, es esencial integrar la reducción de riesgos en cada plan de desarrollo, ya que uno sin el otro no puede existir». Si esta posición implica un crecimiento desde una noción técnica de seguridad, que conecta ésta al desarrollo de comunidad, más bien, recordando la lección de Olivetti, podríamos decir que es esencial integrar la planificación (interpretación) de la comunidad, de su independencia, satisfacción y realización en cada plan y proyecto de la ciudad segura.