En la Divina Comedia, Dante sitúa las Malebolge, “bolsas del mal”, del Canto XVIII del Infierno en un lugar que describe con una precisión extraordinaria, y que remite, de manera inequívoca, a la forma circular del Castelo Sant’Angelo de Roma y al puente del mismo nombre sobre el río Tíber. La fecha de la acción es también precisa, entre la navidad de 1299 y la semana santa de 1300. En el Canto, “como los romanos que por la muchedumbre del Jubileo hacen pasar por orden a la gente”, los miserables condenados son obligados a cruzar el puente y discurrir por las calles aledañas en una extraordinaria formación: de un lado, todos dan la frente al castillo, y del otro todos van hacia el monte, siendo cruelmente azotados por demonios cornudos armados de grandes fustas para garantizar el orden. Salvo por las cornamentas demoniacas, la escena dantesca está, diríamos ahora, inspirada en hechos reales. El poeta fue testigo directo, un peregrino más, del primer Año Santo de la historia del cristianismo, declarado como tal 1300 por el papa Bonifacio VIII. Necesitado, como muchos de sus predecesores, de llenar las arcas de la institución, Bonifacio tuvo la feliz idea de prometer el perdón completo a los peregrinos que, tras la confesión, visitaran Letrán y San Pedro, lo que en la práctica supuso que durante unas semanas hasta 200.000 peregrinos hicieran un recorrido impuesto que necesariamente colapsaba, al menos, el paso por el puente. El pontífice, valga la redundancia, no sólo puede ser considerado pionero de la turistificación de la ciudad por el turismo de masas (John Julius Norwich, en Los Papas. Una historia, nos dice que en algunas basílicas los párrocos tuvieron que rastrillar las ofrendas y limosnas), adaptando modelos de peregrinación masiva como Jerusalén (aquí con el suplemento cruzado de turismo de aventura o experiencia) o La Meca, sino además de los modelos de organización del tráfico para ordenar la movilidad de las mismas. Los servicios técnicos del muy terrenal papa Bonifacio fueron pioneros en pintar líneas en el suelo del espacio público y vincular ordenanzas de movilidad a las mismas para mejorar tanto la fluidez como la seguridad del movimiento de los miles de peatones que colapsaban los itinerarios entre basílicas.
Setecientos años después, el espacio público de casi todas nuestras ciudades está surcado de líneas, símbolos y signos que remiten a complejas ordenanzas de utilización funcional de la superficie del conjunto. Esta superficie es necesariamente limitada, y la competencia entre funciones por la ocupación del mismo, feroz, habiéndose de facto convertido en un sofisticado tablero de juego de reglas cada vez más complicadas. Este juego tiene un agravante añadido: nuevos jugadores (modos de transporte, funciones de todo tipo), con sus respectivas nuevas solicitaciones, se apuntan a la competencia en muchas ocasiones sin previo aviso, de tal manera que el tablero y las reglas devienen necesariamente obsoleto cada vez a mayor velocidad.
Durante las próximas semanas es posible visitar una excepcional exposición antológica de Jan Brueghel el Viejo en el Kunsthistorisches Museum de Viena. No es necesario coincidir con esta exposición para contemplar algunos de los cuadros más interesantes, que se exhiben de manera permanente en una sala dedicada íntegramente al pintor. Entre estos está Juego de niños, de 1560, en el que el espacio de la ciudad renacentista sirve de escenario para un conjunto de innumerables actividades, que van de lo inocente a lo delictivo, de lo cotidiano a lo excepcional. Por supuesto, ninguna de ellas tiene un espacio definido, no hay ninguna línea en el suelo que implique recintos o direcciones. Estamos, sin duda, ante una representación de la pesadilla de un moderno administrador urbano, una población entera fuera de control, sometido el conjunto a una incertidumbre máxima; nadie sabe qué puede pasar después, a qué estarán jugando pocos minutos después quienes ahora montan el tonel o ruedan el aro. Sin embargo, una observación sutil nos permite intuir un sofisticado e inaprensible nivel de continua autoorganización del conjunto. Por supuesto, el conflicto está también latente, la lucha por lo limitado del espacio, y a poco que sigamos observando vamos intuyendo reglas, y, lo más interesante, reglas de transformación de las reglas. Estamos ante una ciudad que aprende, y ante unos ciudadanos que aprenden, sin necesidad de orientaciones conductistas, sin necesidad de demonios armados con fustas.
La modernidad ha traído a nuestras ciudades un modelo de diseño del espacio basado en la sectorización y regulación de cada unidad de superficie libre, nada dejado al azar. Pero el azar existe, el futuro es, más que nos pese a los planificadores, incierto e imprevisible, y apenas sabemos tratar con la incertidumbre, somos incapaces de aliarnos con ella. Nuestros parques cada vez se sofistican más, recorridos obligados, sofisticados recintos funcionalmente adaptados a cada juego, a cada actividad, no se nos ocurra sentarnos fuera del recinto delimitado para ello ni de cualquier manera en el banco sobrediseñado. Nuestras calles cada vez se articulan más en plataformas y espacios reservados a modos y funciones estereotipadas y sofisticadas. Sin embargo, esta sobredeterminación tiene a ignorar que, en el futuro incierto que nos viene, lo optimizado hoy quedará inevitablemente obsoleto en no muy largo plazo. Por un aparte, la sorpresa cotidiana está reprimida por la obsesión por el orden y la seguridad que ya tenía el papa Bonifacio y supo poner al servicio de su juego de poder. Y la sorpresa vinculada a los cambios inevitables más o menos imprevisibles que nos deparará el futuro apenas queda esbozada en documentos de intenciones de mitigación de seguras catástrofes por venir.
El futuro es hoy, y nuestras ciudades se enfrentan a la incertidumbre con instrumentos, en el mejor de los casos, decimonónicos, cuando no, como vemos, medievales. La prometida smart city, la llamada ciudad inteligente y vocacionalmente conductista, parece tenerlo todo ya aprendido por los ciudadanos, que delegan su propia inseparable capacidad de aprender/transformar la ciudad a cambio de la promesa del orden, la eficiencia, la seguridad. Y ello nos trae el riesgo de convertir el manejo del big data, de la información, en la nueva fusta empuñada por demonios con cornamenta, las sólo aparentemente limpias y seguras prometidas ciudades del mañana en una forma sofisticada de inferno dantesco.